Una cosa es decir que esos inconversos
ya dejen de discutir y otra –por ejemplo– es cartografiar los agentes y líderes
y sectores palestinos que puedan alinear redes de entendimiento en un mapa
político–cultural muy atormentado y telúrico. Una cosa es exasperarse con las
muertes a manos de judíos y otra crear estrategias profundas para diluir las
cepas conductuales más pesadas e inarmoniosas del sionismo, para un Israel más
incluyente.
Todos queremos que se detenga la
carnicería. Pero no va a ser dejando de ir Starbucks como lo vamos a conseguir.
Tanto los israelís como los palestinos tienen derecho a códigos serios de
garantía. No debemos descomplejizar ni desimetrizar un conflicto que, siendo así de congelado, a la vez está morfando de día en día, y adquiriendo nuevos matices de modo vertiginoso. Sobre todo es importante no reducirlo a una interpretación sin futuro o prejuiciado lugar
común.
Por otro lado, como agentes externos no
podemos retirarnos del conflicto, bajo la excusa de que no estamos en capacidad de entenderlo,
o de que no es nuestro, o de que nuestros propios conflictos de país son más preeminentes. Ya hablé de ello en el post anterior de mi blog Gelatina. Mi sentir como ya lo dije antes es que el presente es un conflicto de status mundial que requiere
una intervención planetaria, más allá de las empatías sin torso o burocráticas. Esto supone la creación de campos de decisión
emergentes, y una conferencia global alternativa que produzca voluntad por encima de las
agendas nacionales, como la de Estados Unidos.
A un nivel de ciudadanía corriente, es imperativo que no se detenga el flujo de opinión comprometida. La obligación es precisar y resignificar cada acto de agresión para que no se pierda en el ruido borroso general, en una abstracción sin consecuencias, o en un post barato de media línea. El reto es opinar: pero opinar sin reducir.