Todos los días mi
gata se para en el lavamanos: quiere agua. La bebe de mi mano, en breves
lengüetazos. Le quedan pequeñitas gotas de rocío prendidas al bigote. Le
encanta jugar con pelotas de felpa. Yo se las tiro y ella me las trae. Le pongo
apodos como: “su petitesse” o “pequeña esfera de pelos”. En esta casa, ella es
la reina. Nosotros nos limitamos a aclamarla. Cada gato es un milagro, un
cónclave de ternura y dignidad.
La Padme (aka Pimpur) fue
adoptada (vía AMA). Eso no quiere decir que yo soy, metafísicamente, su propietario. Yo no soy
propietario de mi gata ni de mi mujer. Digo “mi” mujer o “mi” gata, pero lo
hago por razones de lenguaje. No creo en la venta de animales, en la economía
animalaria. Tampoco creo en los zoológicos (Costa Rica, entiendo, dejó de
tenerlos hace unos años). Esto es: en convertir los animales en
entretenimiento. Los animales no son fuente de entretenimiento, ni tampoco
están allí para llenar mis soledades y vacíos existenciales. Como dije, no creo
en las mascotas. Creo en hacerse cargo de un animal que de otro modo llevaría
una vida podrida. Darle cuidados médicos, limpiar su baño varias veces al día, cambiarle
todo el tiempo su agua y comida, para que siempre estén frescas, darle un montón
de cariño, y un estatuto en la familia perfectamente igual al de los humanos.
Los gatos no son ciudadanos de segunda categoría.
La Padme fue
encontrada en un taller, con la cola quebrada. Estaba cundida de pulgas. Era
minúscula. Ahora es una gatona, y goza de salud y felicidad.
Con frecuencia, CL6, la gata y yo hacemos juntos la siesta. Le llamamos la trisiesta. Feliz día de la gata, vos
Padme.