Me preocupa cómo ciertos
columnistas criminalizan a personas e instituciones sin introducir matices de
ninguna clase, cayendo en un juego maniqueo carnicero, un destazadero
ideológico. Es algo que se hace todo el tiempo (y ni siquiera particularmente bien: no se sabe cómo trocear con gracia, destruir con
elegancia, insultar con talento).
Aquí la crítica se
transforma en un juego fractalizante e inútil –y tantas veces un lugar común.
Tampoco se trata de entrar en
negación, naturalmente, y de ignorar los llamados de la discriminación, sino de
procurar alguna clase de equilibrio creativo a la hora de emitir nuestras
opiniones. No es cuestión de darle
beatíficamente la espalda a nuestras preferencias y aversiones, cosa además
imposible mientras subsista en el ser humano la estructura neurológica que
sostiene este esquema polarizador. Pero sí de no atizar irresponsablemente una
guerra de percepciones. Es válido criticar al otro, pero no a costa del otro.
Y queda el hecho de que el
individuo que critica deja a menudo de escudriñar sus propios estados políticos
y morales. Y todavía pretende salir en caballo blanco.