Ya llevo más de quince años en esta pasión de la escritura. No sé si eso es veteranía, pero es algo. He construido un entorno de frases y epítetos, en donde se le rinde culto al tecleo digno y se busca generar cierta tasa de conspicuidad verbal.
En tiempos últimos, he explorado nuevos servicios para MEMO que no estén únicamente ligados a la palabra escrita, sino también a la expresión hablada –talleres, entrevistas públicas, etcétera– como un modo de expandir mis posibilidades laborales.
Lo cuál está todo bien, pero si he de ser completamente honesto conmigo, debo decir que en el fondo me siento antes que nada un escritor, y que lo mío es la escritura. Me gusta la soledad de una laptop. Me gusta el silencio todo y la nula compañía. Es una vida gris y espléndida, escasa y genial. Un diácono de la cuartilla, es lo que soy. Mis proporciones son las proporciones de una página en blanco. Mis incordios se reducen al asunto misterioso y privado de la puntuación. Me gusta el anonimato y vida silenciosa de las frases. Hay a veces una egolatría en lo que se escribe, está bien, pero nunca en el escribir mismo. El oficio de escribir es de hecho modesto, artesanal, un flaco oficio, como ser tapicero. Especialmente, cuando lo que se escribe no son grandes novelas, sino trabajos por encargo para compañías y nada más.
No sé si ahora sea el momento, pero en el futuro es posible que vuelva a reorientarme por completo a la palabra escrita. Más que encerrarme en un torre a escribir, es la escritura misma mi torre.