Era aquello tan intenso bajando y subiendo por la espina dorsal, el
sentimiento fuerte de que la ciudad era íntima y muy acaso nuestra, era
constatar a veces con asombro y segura complicidad que alguien que no
conocíamos radiaba a nuestro lado, envueltos ambos y todos por la dulzura
infinita del trueno electrónico, eran tantas gemas perdidas y encontradas en la
pista de baile, la emanante presencia del dj pronunciándose contra las figuras
líquidas, en el color de la noche.
Lo recomendable era dejarse absorber por la fiesta, que nunca fue
una sola sino muchas, y siendo tantas siempre fueron siempre la misma. La
fiesta embriagante, dominadora, enfebrecida, terapéutica, diabólica,
estilizada, hipnótica, salvaje, mística, táctil.
No es que fuéramos demasiados; pero estábamos vivos. Se vivieron
momentos químicos/alquímicos. No se dejó nunca de fluir. Comprendimos que todo
era un halo, un campo de posibilidades. Que las fronteras no eran lo que
parecían. Que estábamos juntos y el olor del kerosene de los fuegos circulares
confirmaba nuestra presencia compartida en este mundo de conexiones nerviosas y
caricias digitales.
En clubes, casas, o bodegas, o bajo la noche desnuda, lo sonoro no
dejó de deslumbrarnos. Nos protegían nuevos espacios invisibles. Y había
camaradería y sacerdocio. Y los djs eran tan nuevos, tan insospechados,
conferían lo auditivo y destilaban aproximadamente quinientos dos modos de
plenitud en cada set. Daban y quitaban la sed a los cuerpos.
Vivíamos para eso. La promesa de un flyer. El trazo fluorescente.
El morbo de las tornas girando futuristas y prehistóricas, etéreas y carnales. Los
jeroglíficos en las pantallas. Vivíamos para bailar y no ceder. Los ojos bien
abiertos.
Nunca los cerramos. Los años han pasado, las civilizaciones han
caído, y sin embargo el resplandor nunca ha cesado. Este sueño glorioso está
destinado a repetirse, hasta el final de los tiempos. Déjà vu.