Volví a escribir cuento
(son dos los que vengo escribiendo últimamente) luego de no hacerlo durante un
par de años. Me considero un escritor expansivo, y he transitado en múltiples
géneros, salvo acaso la dramaturgia (aunque tengo alguna idea fija para una obra,
a lo mejor un día). Pues bien, del cuento como género puedo decir que
siempre lo he tenido cerca de mi corazón literario. Es un gozo eso de armar
relatos. Si alguien me pagara por ellos, ya tendría una colección tan grande
como la de Somerset Maugham. En una época enviaba mucha narrativa corta a los
concursos y a España, pero nunca gané nada. No sé si carezco del talento, pero
puedo decir con toda seguridad que para ganar un concurso hace falta reunir una
serie de condiciones, y a menudo entre ellas el talento es lo primero que sale
sobrando. Así que renuncié a los concursos de cuento, los de poesía, los de
novela, los de todo. Tampoco tengo la paciencia (ni el don) para armarme una
carrera literaria con agentes, editores, el PR, el lobbying, las
presentaciones, las becas, mesas redondas, los viajes, festivales, todo ese
territorio erial que hay que cultivar con una pasión y una sed de gloria que ya
no poseo, en parte gracias a la frustración –esa excelente mentora cuando se trata de desencantarse de lo inesencial. Por un lado sería divertido ganar dinero escribiendo literatura de a de veras, pero por otro triunfar
a estas alturas en eso de las letras traería a mi vida una ominosa carga
que no veo cómo podría soportar. Esa falta de éxito no impide que de vez en cuando, en mis
ratos libres, redacte un cuento, o dos, y pueda sentir, como se dice en Rayuela,
“que lo que he escrito es como un lomo de gato bajo la caricia, con chispas y
un arquearse cadencioso”. Y quién sabe, a lo mejor hasta termine enviando sobre y plica a algún certamen.