Amo y odio el ejercicio de la opinión.
Está claro que tiene un rol en las sociedades. Es importante para mantener la maquinaria crítica bien aceitada. Y es por medio de ella que mantenemos nuestras facultades analíticas intactas, nuestros talentos discriminativos, nuestra fuerza de interpelación ante el cinturón opresivo.
Amo la opinión porque es una celebración del pensamiento individual para el beneficio expansivo. Porque te da una posición en el universo. A veces, una posición única. A veces, una posición solitaria, lo cual es bello.
Me gusta la opinión cuando es irreverente: quemar la seda.
Sobre todo tengo afición por la opinión que entretiene: como ir al cine.
Pero también tiene una dimensión odiosa.
Para empezar es como la metanfetamina: muy adictiva, muy destructiva.
Es arrogante por naturaleza, incluso aquella pretendidamente equilibrada (y a lo mejor sobre todo ésta). La opinión tiende a tomarse a sí misma demasiado en serio. No hay columnista que no sea un pagado de sí mismo. A menudo le caería bien un poco de humor, y un pedo, para sacar todo ese aire vacío. Tener la razón... ¿Qué es la razón sino una espejismo en una galería de espejos?
A menudo, la opinión falla en ser esa vanguardia infalible de la democracia crítica. Al contrario, no pocas veces es el vehículo alado de los poderes ocultos. Un flujo en el mercado de las percepciones, del cual el columnista es la primera víctima.
Es importante indignarse a consciencia, incluso epatar de vez en cuando, pero sin caer en los dos extremos: el jueguito del inconformismo y peterpanismo programático, tan aburrido, ni tampoco en la cruzada moralista. El outlaw y el sheriff son dos roles que hay que saber jugar, sin quedar atrapado en ellos.
La opinión es lo más banal del mundo. Una variante de entretenimiento y nada más.
Y está la opinión–commodity. Hoy que literalmente todo el mundo opina, es como si nadie opinase. ¿Si es bueno? No lo sé. Se perdió la ceremonia, el garbo. Opinar antes era más bonito.
A veces me pregunto si quiero seguir opinando. Cultivar la verdadera ecuanimidad del silencio, qué hermoso. Además, ¿no sería bueno ceder mi espacio de opinión, para que otros lo usen, en un sano sentido de relevo? Por otro lado, no puedo negar que opinar es un ejercicio que adoro y me otorga libertad. No sé cómo se resolverá esto.